El puerto

El puerto de Mar del Plata tiene el encanto de lo decadente. Naranja y apático, al puerto se baja por la perla de una lágrima. Es pequeño, una lengua exigua de mar, un charco ceboso sin horizonte a la vista, mi capitán.

Me fumo un cigarro sentada en el muelle, viendo cómo un viejo lobo le comenta a su amigo el alza de los precios… viste, boludo, sentado en la proa sobre el gran nudo de amarre. Y pasa un pato, quizá una gaviota empetrolada. El animal aterriza en el charol verde oscuro del agua y algo debe pillar, porque come. Mi objetivo es dejar que transcurra. Darme un paseo por ahí.

Toda mi infancia, hasta en mis sueños, estuvo marcada por ese puerto. Tengo el vago recuerdo de una niña cayendo al agua en una cesta de pesca… ¿sería yo? Mi madre no recuerda el supuesto, yo sí. Siempre don Conrado, reza el nombre de pila de una honorable barcaza naranja chillón. Lo anónimo se hace mítico, Hemingway estaría encantado. Siempre don… quien sea, hay un código entre los pescadores, un respeto fundacional. Mi respeto se hace punta de agua que baja por la perla y que no es la perla del Atlántico, no; sino una suerte de emoción inintencionada. La perla del Atlántico comienza al otro lado del puerto, pasando la Base Naval, con la mar ya limpia y tan parecida a la Costa Azul que da escalofríos.
Pero aquí no, aquí es el puerto.

Hubo un tiempo en que pensé que nunca saldría de ese puerto. Hubo otro en que pensé que nunca regresaría. Hubo puertos por doquier, sin embargo los puertos de mis sueños siempre son herrumbrosos, y tienen la estremecedora aspereza de una tripa que exuda, una vía de transformación y creación. Lo contrario, el aferrarse desaforadamente a los deshechos -sean de la naturaleza que sean- me ahuyenta como los cementerios. El puerto no suelta lo que contiene, siempre me he preguntado qué habrá bajo la chapa viscosa de ese lecho. ¿Podría, como Cristo, caminar sobre el agua sin hundirme? Es el origen de su misterio y, quizá, de su melancolía. También de su zen. Es la sensación casi epidérmica de la Argentina inamovible, de lo falsamente irreparable, de la fermentación en estado vivo, de la gangrena endémica que aún prospera, al parecer… a pesar de los cantos de sirena.

He vsto otros puertos… unos cuantos, pero el puerto de Mar del Plata es mi puerto primordial. Mi líquido jardín primitivo -siempre arrasado- es la metáfora de la incertidumbre que representa para mí esta tierra, y su asfixiante desolación.

Años fuera del puerto. De mi modesto puerto. Del puerto herrumbroso que soñé antes de salirme. Y de crecer. Del puerto bello, breve y sucio en su lontananza extraña, cercada por espaldas de barcos que crujen. Oscuras quillas que se hunden en la charca envenenada y beatífica donde comen patos o gaviotas. Hay que mirarlas. Hay que pasarse por ahí alguna vez y ver cómo se hacen a la mar todos, barcos, hombres, gaviotas y sirenas. Vale la pena.


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