Yo doy las gracias


Doy las gracias a mi bisabuela desconocida, por haberme dado el impulso de querer unir los eslabones que se rompieron entre las mujeres de mi familia.

 Doy las gracias a mi abuela, por su fondo de amanecer y por su amor a la luna. Por haberme heredado su pasión por el flamenco, a las canciones antiguas, a los pueblos criollos donde el sereno pasaba dando la hora en cada lumbre, a las letras que aprendió a leer solita en la penumbra de una vela.

 Doy las gracias a mi madre, por haber sido puente entre el gran vientre de Dios y mi vida en este mundo. Por sus cuentos de tomar la sopa, su silbido tanguero al mediodía, su incombustible fortaleza, su cabezonería, su mano en mi mano cuando me perdía, su mate a las seis de la tarde, sus secretos nunca revelados y también su insondable enfermedad. Le doy las gracias por haberse dejado ser niña para que yo supiera que también puedo ser madre de mi madre, y madre de otras mujeres, e incluso madre de mí misma.

 Doy las gracias a mis tías, por haberme mostrado el camino que como mujer nunca seguiré.
 Doy las gracias a mi padre, por haberme dicho que algún día entendería lo que yo, con la ignorancia de la juventud, era incapaz de entender. Le doy las gracias porque tenía razón. Y le doy las gracias por haber aceptado que yo nunca sería como él, y por haberme enseñado la sabiduría del que dice "no lo entiendo", cuando algo está más allá de su entender. Por su amor al arte y a la música, por su guerra soterrada en lo profundo de sí, por su silencio al contemplar la noche y por la libertad con que me dejó ser una ardilla traviesa jugando con madera.

 Doy las gracias a los hombres que amé, a los que no amé, a los que me amaron y a los que no me amaron, porque en su amor y desamor me mostraban mi vendaval y mi calma, mi egoísmo, mis flaquezas, mi voluntad de crecerme en libertad, mi ser más allá de ser simplemente una mujer según la regla, mi necesidad de poner a prueba mis límites, la medida de lo que soy y también de lo que nunca seré.

 Doy las gracias a mis amigas de antes, ahora y después, porque sin ellas la madrugada no tendría lumbre. Les doy las gracias por la noche y su ebriedad de conciliábulo lunar. Por las confesiones que sólo sabemos hacernos las mujeres, por las risotadas hasta el alba, la complicidad, la verborragia, el che boluda, la lealtad y también el olvido. Por haber rabiado juntas la muerte de millones de hermanas, en hogueras ancestrales perpetradas por pequeños hombrecitos vestidos de negro. Por romper el voto de castidad con la muerte de nuestra naturaleza, y atrevernos a bailar alrededor del miedo sin que importe lo que piensen los envidiosos.

 Doy las gracias a mi tierra, Argentina, pie menudo de un continente robado, por dejarme ser nenúfar, flor sin raíz, criatura flotante del agua y peregrina. Por quererla y desquerela y volverla a querer, irremediablemente, como se quiere a la madre. Por su interminable llanura y el aroma a caramelo de las tres de la tarde, domingo de verano, gorriones en hilera en un cable de alumbrado. Por la forma en que huele en primavera y el silencio a la hora de la siesta, por mi infancia de potrilla, por los sauces y la bruma plateada que se forma entre la calle y el sol. Le doy las gracias por la generosidad de su gente y por la infinita gratitud que se siente al recibir un mate a través de una medianera. Por sus llagas abiertas, que me asoman al abismo de lo inacabado, invitándome a hacer, hermoso país.

 Doy las gracias a mi otra tierra, España, por el asombro de saber que las piedras también tienen memoria. Por la fortaleza de un pueblo que supo levantarse de la muerte, por su resiliencia para trascender el dolor, su noches con luna y sus hogueras de San Juan. Por sus elementales del bosque, sus locas romerías de agosto hasta la madrugada sin abrigo, su Mediterráneo besando mis pies hasta el próximo pueblo. Por todo lo que me dio y también por lo que me negó, animándome a decir basta y a decir te quiero pero no te puedo, así que a otra cosa, cigarra. Por ser la madriguera del conejo y la puerta al precioso jardín donde me rompí en pedazos y me volví a encontrar, de una vez y para siempre: yo.

 Doy las gracias a Dios por mi medio siglo, y por dejarme asomar a la sima de una muerte que me sirvió para probar que estoy viva. Le doy las gracias por fortalecerme en el dolor y criarme en la libertad, enderezando mi camino, y por recogerme con su alfombra mágica en el fondo de un salto demencial. Sin el salto, yo no hubiera probado mis límites. Sin el salto, yo no hubiera conocido la magnitud de mi ignorancia y mi necedad. Sin el salto, yo no sabría quién soy. Así que le doy las gracias, porque no es broma cuando digo que estoy viva por milagro: ya es un milagro que lo sepa, y es un milagro cada segundo de existencia. Le doy las gracias por haber despertado a la ilusión de creer que el poder es mío, y que la sabiduría puede alcanzarse sin renuncia. Por el perfume etéreo de la vida y por este tiempo de madurez, y por la prueba y por el amor humano, y por la tierra y los astros y la conciencia de saberme consciente, aunque a veces me aterrorice. Y por vivir en Él sin dejar de ser, y por amarme sin condición, yo le doy las gracias.

 Yo doy las gracias.

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