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Mostrando las entradas etiquetadas como ANECDOTARIO

Antonin Artaud / Los Tarahumara.

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Así pues, sentí que había que remontar la corriente y estirarme en mi preconsciente hasta el punto en que me viese evolucionar y   desear.   Y hasta allí me condujo el Peyote. -Conducido por él, vi que lo que soy tuve que defenderlo antes de nacer y que mi Yo no es sino la consecuencia del combate que libré en lo Supremo contra la mentira de las malas ideas. Y por mucho que los seres balbuceen que las cosas son así y que no hay nada más que buscar, yo, por mi parte, veo que han perdido y que desde hace mucho tiempo   no saben lo que dicen, pues ya no saben dónde han ido a buscar los estados con los que se tienden por encima de la ola de ideas y en los cuales se toman las palabras por hablar. La explicación reside en el hecho de que, efectivamente, hace siglos sus pensadores abdicaron como ellos ante ese esfuerzo de honor que consiste en merecer la propia conciencia, cuando se sabe dónde hay que ganarla. -El incosciente no me pertenece, salvo en sueños, y además todo lo que en

Los libros

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Por si todavía queda alguien que no lo sepa, éste fue el primero que llegó a mis manos: Una no se marcha sin traerse los libros más queridos; ni hablar del primero, haya sido el diario de Enrique o un ejemplar deshecho de su cómic favorito. Hay dos o tres centenares de libros que tuvieron que quedarse al otro lado del charco, y que no obstante ocupan un lugar privilegiado en el archivo de mi memoria. Libros que jamás se olvidarán. Libros que leía con delicia bajo los efectos de la penicilina, en la cama, y generalmente en invierno, que es la mejor manera de leer. Libros robados a mi padre, y tan dispares como La peste , de Camus, Yo viví con los jíbaros, o la grandiosa autobiografía Papillon , del macarra francés que luchó entre diablos antes de arrojarse a la mar en una balsa de cocos. Ese libro estaba prohibido en casa, pero yo lo robé y me lo leí, como le robaba a mi madre las tijeras para construir mis “revistas” personales confeccionadas a base de dibujos, recortes, viñe

A este perro le falta una pata

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Y aquí viene el perro. El que más bien ni fú ni fá, el que mucho no cuela, el cojo. Menudo mutante este perro. Recuerdo a Linda Perry, de 4 non blondies, allá por el '93. Le echo un vistazo a sus botas, sus calcetines a rayas, su gran sombrero de aviadora (comprado, probablemente, con muy pocos ahorros en una tienda de segunda mano), su “falda” de florecitas (¿o serán unos calzoncillos?) y su largo chaquetón de militante finisecular. Ni siquiera es mi canción favorita, pero me gusta. La considero emblemática. ¿What’s up?, pregunta Linda; ¿y ahora, qué?¿qué es lo que se viene? 4 non blondies -una sencilla banda pop con un solo hit de éxito- dán la impresión de ser frágiles, saben que su formato va a morir pronto. Ése es el único pecado que se le puede atribuir a la generación del ‘90: la de saber que iban a morir pronto. Que su adolescencia iba a durar muy poco y que, como dijera Patti Smith veinte años antes, algunos servían como cruzados y otros como moscas aplasta

(Ruido) o el miedo al amor

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En susurros, se habla de "la ley de atracción", el secreto que convirtió a Goethe en el primer fáustico de la historia narrable, de la inenarrable seguro que habrá mejores ejemplos que él. La gente se apunta a la ley porque quiere tener cosas. Cosas cosas cosas. Si no tienes coche eres dependiente, dicen; necesitas la propiedad para sentir que estás vivo, que eres válido, que eres digno de respeto. Ésta parcela es mía . Mía mía mía. Esta camioneta, esta hamaca, este jardín con sus hormigas, y sus ranas, y su hiedra son míos. Hasta el grillo que canta por la noche es mío, porque está en mi terraza. Una mujer con dos niñitos rubios en un monovolúmen, impecable, ni un gramo de grasa: soy una mantenida, dice riendo. Mientras espero que pasen a recogerme (no tengo coche, soy una donna dependiente), miro las hormigas en su hormiguero -un hormiguero sin hipoteca, están en un predio de propiedad municipal-, y las admiro. Han construído su guarida entre los gajos de una rama de al

La imaginación del extranjero

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La que estais viendo es una foto del Colegio de las Escuelas Pías de San Fernando, construído hacia fines del XVIII -su iglesia, concretamente-, en pleno centro del madrileñísimo barrio de Lavapiés. Parece mentira que todavía no le haya dedicado ningún post a este lugar. De todos los edificios emblemáticos que he visto en Madrid -y qué digo, en España- es el único donde he llegado a sentir de verdad el peso del dolor de sus muertos. Un dolor abrumador, asfixiante. Si le echais un vistazo, vereis que la cúpula no existe. Se supone que existía antes de 1936, plena Guerra Civil, que fue cuando la quemaron. Llegué a él por primera vez en el verano de 1999. Hoy día está restaurado y lo han convertido en una moderna biblioteca; por entonces todavía estaba en ruinas. Me estremeció el reloj que se vé en la fachada, detenido para siempre en lo que en ese momento me pareció que eran las diez y veinte de la mañana. Así durante cincuenta y seis años. Lo primero que hice aquella tarde fue si

Con celo

Hace unos años me dio por hacer un seminario por la UIMP en una preciosa ciudad castellana que no voy a nombrar. Entre los ponentes, la estrella era un crítico de arte y filósofo de la escuela de Walter Benjamin -a quien tampoco nombraré-, que al margen de su erudición, demostró ser un indivíduo de lo más carismático, cuando al cierre del seminario le retaron a tocar la guitarra flamenca y dio un conciertazo de cojones, con sangría incluída, y baile y cante al que se apuntaron cátedra y alumnado. Como era de esperar, todos acabamos borrachos. Pero había más: todavía quedaba la exposición. El grueso de los expositores eran alumnos de los ponentes, todos ellos gente de la Complutense, todos de abultado currículum y no obstante sabuesos impenitentes del lumbreras francés tocador de guitarra. O sea -y con perdón-, unos chupaculos. Unos pelotillas de dientes largos. Y sus alumnos tanto más. Entre todos, y a lo largo de cinco días que a mí se me hicieron eternos, inflaron un globo elitista d

Venecia homo-shocking

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E ra diciembre y caía una llovizna pegajosa. Tomaba vino blanco con soda en una trattoría de la piazza Margherite. Mientras los japoneses sacaban fotos de la catedral de San Marco, a mí me dio por fotografiar recovecos, puertas a ras del agua, picaportes, paredes descascaradas, tendederos, galerías fantasmales... Estuve volviendo a la misma trattoría durante una semana seguida, que fue el tiempo que me quedé en la ciudad. Mi bolsillo no daba para más, pero yo tenía que verla. Caminarla. Olerla. Si Venecia fuera hombre su fragil osamenta no habría resistido el paso de los siglos. Pero es mujer, y dilata. Mi padre nació a unos veinte kilómetros de allí, y como parte de su familia se quedó en Italia, me acuerdo perfectamente de las postales en acordeón que llegaban a Argentina y de un viejo boli azul que tenía una góndola diminuta dentro de una burbuja de aceite que decía Ricordo di Venezia. Igual que las ilustraciones que veía en los cuentos made in Spain que me compraba mi madre,